Por: María Fernanda Rodríguez
En Canadá, uno de cada cuatro habitantes somos inmigrantes y cada uno tiene una historia de viaje, única, qué contar.
Nada se repite en una conversación entre inmigrantes, solo la nostalgia es igual. En el 2005 yo me despedía de mi patria y, llevando una sola maleta, me subí en un avión que pronto me trajo a Toronto. Quizá lo último en lo que pensaba, al establecerme en mi nueva vida, era en la gente que conocería. Tenía claro que debía aprender el idioma, conseguir un trabajo, en fin, habituarme a la nueva cultura, pero tener amigos ni siquiera lo había colocado en mi lista de cosas por hacer en Toronto. Sin embargo, con los años, que vuelan como golondrinas a ras del cielo, hice amigos cuya presencia ha ido menguando la añoranza y cada una de esas sonrisas me han ayudado a esconder el recuerdo de aquel día en el que tuve que despedirme y en el que sentí que algo de muy dentro se arrancaba. Nadie nos enseña a decir adiós, lo aprendemos entre abrazos y llantos, por eso cerramos oídos a cualquier palabra que provoque el recuerdo de la partida. Supongo que me gustaría decir que hace tiempo no despido a nadie, pero no es así. Creemos que las despedidas no se repetirán, pero al contrario crecen. La vida en un país donde un gran número de habitantes es inmigrante, nos enseña a decir adiós. Las farewellparties están cada vez más en las agendas de los habitantes, y es la mejor manera para decir adiós.
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